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Hasta que sea verano

14 Ene

Ignacio Arrabal

Editorial Anantes

El paraíso puede convertirse en un infierno y los juegos de la niñez en tragedia, cuando la maduración se produce a la fuerza y de forma dolorosa. En “Hasta que sea verano” Ignacio Arrabal narra una historia de desarrollo, la del cambio durante el verano de un grupo de jóvenes, amigos desde la infancia, hacia la edad adulta sin vuelta atrás posible. Pero también es —y esto es lo que me ha parecido más interesante— una reflexión sobre cómo se construye la memoria, cómo las vivencias recordadas condicionan los años posteriores: “La desilusión y la tristeza de su presente, y que lo acompañarán en su futuro, son fragmentos sueltos de su pasado”.

En una playa del sur llamada Cala del Diablo, varias familias de Madrid veranean juntas, sin apenas mezclarse con los lugareños, desde hace años. Es un mundo amable, conocido, donde los roles sociales están bien establecidos. Esta supuesta estabilidad se ve amenazada por la llegada de unos nuevos veraneantes, una familia francesa —extranjeros, lo desconocido, lo anhelado, lo que no sabes que quieres pero aparece— que como catalizadores inevitables, van a poner en evidencia las fisuras de su amistad e incluso el bienestar y equilibrio de sus vidas familiares.

La energía vital del sexo es uno de los elementos de la trama. El personaje de Fabien destapa identidades sexuales reprimidas en una sociedad llena de prejuicios, y el de Sophie, objeto de deseo por el que todos suspiran, lo encarna como forma de comunicación pero también de jerarquía y dominio en el grupo. Javier es el líder al que todos admiran y se someten porque tiene una seguridad —en una discutible escala de valores, pero él sabe muy bien lo que quiere— de la que los otros carecen: “Un hombre que mira la vida como si la vida le debiera algo”. En este proceso de desarrollo, la inmadurez significa moverte entre la duda y la indecisión paralizante, cuya viva imagen es Alonso, el narrador, del que asistimos a su enfrentamiento con situaciones, en ocasiones dramáticas, que lo obligan a definirse y que él afronta con escaso éxito: “Me sumí en el silencio y dejé que la duda y la rabia se convirtieran en rencor y luego en odio”.

El ambiente de verano, muy bien reflejado por el autor, nos sumerge en los baños de mar y sol, en las tardes lánguidas y sexo fácil en Cala Diablo, espacio que simboliza la infancia, un paraíso que se va volviendo infierno conforme la historia avanza, hasta convertirse en el perdido. Entre los miembros se generan historias de amor imposible, bien por convenciones sociales, por represión o por la no correspondencia, hasta que el primer muerto altera definitivamente sus visiones aniñadas de la vida: “… si allí quedaron enterradas nuestras vidas vírgenes… y los recuerdos se bajan con el tren en marcha”.

Pero no todos en el grupo van a enfrentarse a los hechos, y sobre todo a los recuerdos, de la misma manera. Es este un aspecto, el cómo se realiza la construcción de la memoria, en el que el autor también ahonda —lo que sintió el personaje entonces, y lo que en realidad había tras haberlo descubierto al cabo de los años— de forma inteligente: “Es como si los recuerdos quisieran insinuarme que había algo escondido en esas pequeñeces a las que no le dimos la debida importancia”. De hecho la reconstrucción exhaustiva de aquel verano es el hilo conductor de la narración, llegando a la conclusión de que los recuerdos pueden impedir tener una vida adulta plena: “No le asustaba tanto sufrir como recordar”.  En resumen, una lectura recomendable con la que nos sentiremos identificados.

Ignacio Arrabal (Sánlucar de Barrameda, 1973) es autor de los volúmenes de poesía La palabra tiempo, La superficie del aire, Los sueños intactos, y La luz inversa, obteniendo premios como el Ángaro, Santa Teresa de Jesús o Paul Beckett. En 2014 publicó una selección de relatos bajo el título Las vidas invisibles y en 2016 debutó como novelista con El rasgo suplementario.

Ejerce la crítica literaria en revistas especializadas y en Diario de Jerez